2017-05-14

Silencio y escucha frente a la cultura del ruido y la superficialidad.

Silencio y escucha frente a la cultura del ruido y la superficialidad.  

Por José Antonio Pagola.  

Mercaba.

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Silencio y escucha frente a la cultura del ruido y la superficialidad

El recorrido que pretendo hacer en mi modesta exposición es muy sencillo. Señalaré, en primer lugar, algunos rasgos de la cultura del ruido y la superficialidad. En un segundo momento, trataré de dibujar el perfil de hombre vacío y superficial que la sociedad moderna tiende a generar.


1. Cultura del ruido y la superficialidad


No es mi intención estudiar la cultura moderna del ruido y de la superficialidad analizando sus raíces, consecuencias, evolución actual o perspectivas de futuro. Me limitaré a señalar alguno de sus rasgos fundamentales para describir el perfil del hombre ruidoso y superficial que tiende a generar la sociedad moderna.

La explosión de los mass-media


Los “media” se han convertido en la sociedad moderna en el instrumento más poderoso de formación y socialización de los individuos. Han logrado ya sustituir en buena parte a la Iglesia, la familia, la escuela o los partidos como instancia de transmisión y formación de cultura. Sin duda, son muchos sus efectos positivos tanto de orden informativo como cultural y social, pero no se ha de olvidar su capacidad de generar una sociedad ruidosa y superficial.

La invasión de la información abruma a los individuos, y la rapidez con que se suceden las noticias impide cualquier reflexión duradera. El individuo vive sobresaturado de información, reportajes, publicidad y reclamos. Su conciencia queda captada por todo y por nada, excitada por toda clase de impresiones e impactos y, a la vez, indiferente a casi todo.

Los medios ofrecen, por otra parte, una visión fragmentada, discontinua y puntual de la realidad, que hace muy difícil la posibilidad de síntesis alguna. Se informa de todo pero casi nada es sólidamente asimilado. Al contrario, este tipo de información va disolviendo la fuerza interior de las convicciones y empuja a los individuos a vivir hacia fuera, abandonando sus raíces y marcos de referencia.

Es altamente significativo el impacto de la televisión. En pocos años se ha convertido en una “gran fábrica de consumo social” y de alienación masiva. Ella dicta las ideas y convicciones, los centros de interés, los gustos y las expectativas de las gentes. Desde la pequeña pantalla se impone la imagen de la vida que hemos de tener, las creencias que hemos de alimentar [1].

Por otra parte, la televisión produce imágenes y arrincona conceptos, desarrolla el puro acto de mirar y atrofia la capacidad de reflexión, da primacía a lo insólito sobre lo real, al espectáculo sobre la meditación [2]. Cada vez más, la televisión busca distraer, impactar, retener la audiencia.

Se busca la emoción del directo, la novedad de lo inesperado, la rabiosidad de la  primicia, lo sensacional. En la sociedad de los mass-media se propagan toda clase de imágenes y datos, las conciencias se llenan de noticias e información, pero disminuye la atención a lo interior y decrece la capacidad de interpretar y vivir la existencia desde sus raíces.

Se oyen toda clase de palabras y mensajes, pero apenas se escucha el misterio del propio ser. Se pasan muchas horas ante el televisor, pero apenas se medita y se desciende hasta el fondo del propio corazón.

Hipersolicitación y seducción permanente


Uno de los rasgos más visibles de la sociedad de consumo es la profusión de productos, servicios y experiencias . La abundancia hace posible la multiplicación de elecciones. Cada vez es mayor la gama de productos y modelos expuestos en los centros comerciales e hipermercados. Los restaurantes especializados ofrecen toda clase de menús y combinaciones.

Podemos seleccionar entre un número ilimitado de cadenas televisivas. Las agencias proponen todo tipo de viajes, experiencias y aventuras. Se pueden comprar toda clase de obras de divulgación o revistas especializadas , y seguir programas de consejos psicológicos, médicos o culinarios. La hipersolicitación, la estimulación de necesidades, la profusión de posibilidades son ya parte integrante de la sociedad moderna.

No es sólo esto. La seducción se convierte en el proceso general que tiende a regular el consumo, las costumbres, la educación y la organización de la vida. Es la nueva estrategia que parece regirlo todo [3]. El individuo no es sólo solicitado por mil estímulos. Todo le es sutilmente presentado como tentación y proximidad. Todo es posible. Hay que saber disfrutar.

Esta lógica seductora y hedonista sigue la tendencia de privilegiar el cuerpo y los sentidos, no el espíritu o la vida interior. El cuerpo, con su cortejo de solicitudes y cuidados se convierte en verdadero objeto de culto. Se cuida la higiene, la linea y el peso; se vigila el mantenimiento físico: chequeos, masajes, sauna, deporte, “footing”. Todo es poco.

El cuerpo ha de ser valorado, cuidado, sentido, exhibido, admirado. Sin duda, hay algo muy positivo en esta recuperación del cuerpo. Sin embargo, cuando este proceso olvida la dimensión espiritual de la persona, engendra unan existencia vacía y superficial donde se puede llegar a cuidar mucho más la apariencia que lo esencial.

El imperio de lo efímero


Tal es el título de un conocido estudio del profesor de Grenoble, G. Lipotvetsky sobre la moda y el espíritu de nuestros tiempos [4]. La sociedad moderna está dirigida por la moda, no por la religión, las ideologías o los ideales políticos. Es ella el principio que organiza la vida cotidiana de los individuos y la producción socio-cultural. Ella dicta los cambios de gustos, valores, tendencias y costumbres. Según G. Lipotvetsky, vivimos en una época de “moda plena”.

Pero decir moda es decir institucionalización del consumo, seducción de los sentidos, variación rápida de formas, proliferación de nuevos modelos, creación a gran escala de necesidades artificiales, organización social de la apariencia, generalización de lo efímero. Se cultiva el gusto por lo nuevo y diferente más que por lo verdadero y bueno. Las conciencias se mueven bajo el imperio de lo superficial y caduco.

La dictadura de la moda crea todo un estilo de vivir en la movilidad y el cambio permanente. Se cambia de televisor o de coche, pero se cambia también de pareja y de manera de pensar. Nada hay absoluto. Todo es efímero, móvil e inestable. Crece la inconsistencia y la frivolidad.

Lo inmediato prevalece sobre la fidelidad. Se vive la ideología de los espontáneo. Nada permanece, nada se enraíza. Decae la pasión por las grandes causas y crece el entusiasmo por lo pasajero. Esclavo de lo efímero, el ser humano no conoce ya nada firme y consistente sobre lo cual edificar su existencia.

La cultura moderna se convierte así en una cultura de la “intranscendencia”, que ata a la persona al “aquí” y al “ahora” haciéndole vivir sólo para lo inmediato, sin necesidad de abrirse al misterio de la transcendencia. Es una cultura del “divertimiento” que arranca a la persona de sí misma haciéndole vivir en el olvido de las grandes cuestiones que lleva en su corazón el ser humano. En contra de la máxima agustiniana. “No salgas de ti mismo; en tu interior habita la verdad”, el ideal más generalizado es vivir fuera de uno mismo. [5]

La huida hacia el ruido


No es fácil vivir el vacío que crea la superficialidad de la sociedad moderna. Sin vida interior, sin meta y sin sentido, el individuo queda a merced de toda clase de impresiones pasajeras, desguarnecido ante lo que puede agredirlo desde fuera o desde dentro. Es normal entonces que busque experiencias que llenen su vacío o, al menos, lo hagan más soportable. Uno de los caminos más fáciles de huida es el ruido.

Vivimos en la “civilización del ruido” [6]. Poco a poco, el ruido se ha ido apoderando de las calles y los hogares, de los ambientes, las mentes y los corazones. Hay, en primer lugar, un ruido exterior que contamina el espacio urbano generando estrés, tensión y nerviosismo. Un ruido que es parte integrante de la vida moderna, alejada cada vez más del entorno sereno de la naturaleza.

La sociedad del bienestar ha decidido luchar contra este ruido privilegiando el silencio, tomando medidas más estrictas para hacerlo respetar, insonorizando las viviendas o promoviendo el éxodo hacia el campo.

Pero hay en la sociedad moderna otro ruido contra el que no se lucha sino que se busca. La persona superficial no soporta el silencio. Aborrece el recogimiento y la soledad. Lo que busca es ruido interior para no escuchar su propio vacío: palabras, imágenes, música, bullicio. De esta forma es más fácil vivir sin escuchar ninguna voz interior; estar ocupado en algo para no encontrarse con uno mismo; meter ruido para no oír la propia soledad.

El ruido está hoy dentro de las personas, en la agitación y confusión que reina en su interior, en la prisa y la ansiedad que domina su vivir diario. Un ruido que, con frecuencia, no es sino proyección de problemas, vacíos, desequilibrios y contradicciones que no han sido resueltos en el silencio del corazón. Pero el hombre moderno está lejos de aprender a entrar en sí mismo para crear el clima de silencio indispensable para reconstruir su mundo interior. Lo que busca es un ruido suave, un sonido agradable que le permita vivir sin escuchar el silencio.

Es significativo el fenómeno de la “explosión musical” en la sociedad moderna. El hombre de nuestros días oye música de la mañana a la noche. La música y el ritmo se han convertido en el entorno permanente de no pocos. Se oye música en el trabajo y en el restaurante, en el coche, el autobús o el avión, mientras se lee o se hace deporte. Se vive “la música continua”.

Parece como si el individuo moderno sintiera la necesidad secreta de permanecer fuera de sí mismo, de ser transportado, de verse envuelto en un ambiente estimulante o embriagante, con la conciencia agradablemente anestesiada.

2. Perfil de la persona privada de silencio y hondura


Nada mejor para conocer los efectos devastadores de esta cultura del ruido y la superficialidad que intentar dibujar, siquiera brevemente, los rasgos y el perfil de persona que tiende a generar.

Sin interioridad


El ruido disuelve la interioridad; la superficialidad la anula. El individuo entra en un proceso de desinteriorización y banalización. El hombre sin silencio vive desde fuera, en la corteza de sí mismo. Toda su vida se va haciendo exterior. Sin contacto con lo esencial de sí mismo, conectado con todo ese mundo exterior en el que se encuentra instalado, el individuo se resiste a la profundidad, no es capaz de adentrarse en su mundo interior.

Prefiere seguir viviendo una existencia intranscendente donde lo importante es vivir entretenido, seguir sumergido en “la espuma de las apariencias”, funcionar sin alma, vivir sólo de pan, continuar muerto interiormente antes que exponerse al peligro de vivir en la verdad y la plenitud. Lo decía ya en su tiempo Pablo VI: “Nosotros, hombres modernos, estamos demasiado extrovertidos, vivimos fuera de nuestra casa, e incluso hemos perdido la llave para volver a entrar en ella” [7].

Sin núcleo unificador


El ruido y la superficialidad impiden vivir desde un núcleo interior. La persona se disgrega, se atomiza y se disuelve. Le falta un centro unificador. El individuo es llevado y traído por todo lo que, desde fuera o desde dentro, lo arrastra en una dirección u otra. La existencia se hace cada vez más inestable, cambiante y frágil. No es posible la consistencia interior. No hay metas ni referencias básicas. La vida se va convirtiendo en un laberinto.

Ocupada en mil cosas,  la persona se mueve y agita sin cesar, pero no sabe de dónde viene ni a dónde va. Fragmentada en mil trozos por el ruido, la hipersolicitación, la seducción de los sentidos, los deseos o las prisas, ya no encuentra un hilo conductor que oriente su vida, una razón profunda que sostenga y dé aliento a su existencia.

Alienación


Es normal entonces vivir dirigido desde el exterior. El individuo sin silencio no se pertenece, no es enteramente dueño de sí mismo. Es vivido desde fuera. Volcado hacia lo externo, incapaz de escuchar las aspiraciones y deseos más nobles que nacen de su interior, vive como un “robot” programado y dirigido desde fuera.

Sin cultivar el esfuerzo interior y cuidar la vida del espíritu, no es fácil ser verdaderamente libre. El estilo de vida que impone hoy la sociedad aparta a las personas de lo esencial, impide su crecimiento integral y tiende a construir seres serviles y triviales, llenos de tópicos y sin originalidad alguna.

Muchos suscribirían la oscura descripción de G. Hourdin: “El hombre se está haciendo incapaz de querer, de ser libre, de juzgar por si mismo, de cambiar su modo de vida. Se ha convertido en el robot disciplinado que trabaja para ganar dinero que después disfrutará en unas vacaciones colectivas. Lee las revistas de moda, escucha las emisiones de T.V. que todo el mundo escucha. Aprende así lo que es, lo que quiere, cómo debe pensar y vivir. El ciudadano robot de la sociedad de consumo pierde su personalidad” [8].

Confusión interior


El hombre lleno de ruido y superficialidad no puede conocerse directamente a sí mismo. Un mundo superpuesto de imágenes, ruidos, ocupaciones, contactos, impresiones y reclamos se lo impide. La persona no conoce su auténtica realidad; no tiene oído para escuchar su mundo interior; ni siquiera lo sospecha.

El ruido crea confusión, desorden, agitación, pérdida de armonía y equilibrio. La persona no conoce la quietud y el sosiego. El ansia, las prisas, el activismo, la irritación se apoderan de su vida. El hombre de nuestros días ha aprendido muchas cosas y está superinformado de cuanto acontece, pero no sabe el camino para conocerse a sí mismo.

Incapacidad para el encuentro


El hombre ruidoso y superficial no puede comunicarse con los otros desde su verdad más esencial. Volcado hacia fuera, vive paradójicamente encerrado en su propio mundo, en una condición que alguien ha llamado “egocentrismo extravertido” [9], cada vez más incapaz de entablar contactos vivos y amistosos; con el corazón endurecido por el ruido y la frivolidad, se vive entonces defendiendo el pequeño bienestar cada vez más intocable y cada vez más triste y aburrido.

La sociedad moderna tiende a configurar individuos aislados, vacíos, reciclables, incapaces de verdadero encuentro con los otros, pues encontrarse es mucho más que verse, oírse, tocarse, sentirse o unir los cuerpos.

Estamos creando una sociedad de hombres y mujeres solitarios que se buscan unos a otros para huir de su propia soledad y vacío, pero que no aciertan a encontrarse. Muchos no conocerán nunca la experiencia de amar y ser amados en verdad.

Notas

[1]  R. GUBERN. El simio informatizado. Ed. Eundesco. Madrid 1987
[2]  G. SARTORI. Homo videns. La sociedad teledirigida. Ed. Taurus. Madrid 1998
[3]  G. LIPOVETSKY. La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Ed. Anagrama. Barcelona 1987, sobre todo 17-48.
[4]  G. LIPOVETSKY. El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas. Ed. Anagrama. Barcelona 1990
[5]  Ver el excelente trabajo de J. MARTÍN VELASCO. Ser cristiano en una cultura posmoderna. Ed. PPC. Madrid 1997
[6]  M. de SMEDT. Éloge du silence. Ed. Albin Michel. París 1986
[7]  PABLO VI. Homilía durante la misa de Pentecostés ( 18 de mayo de 1975 ) en Ecclesia, 1744 ( junio 1975 ) p. 770
[8]  G. HOURDIN. Proceso a la sociedad de consumo. Dopesa. Barcelona, 1970, 59
[9]  N. CABALLERO. El camino de la libertad. Para ser persona es necesario el silencio. Edicep. Valencia 1980, 41

José Antonio Pagola 

Sacerdote (España)
Lic en Teología, Univ Gregoriana.
Lic en Sagrada Escritura, Inst Bíblico (Roma)
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Extraído de Mercaba

Imagen: Loud Restaurant


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